Después de muchas semanas, más de un mes y medio para nosotros es una eternidad, volver al pueblo es hacerlo en mucho tiempo. Tenemos ganas infinitas de reconocernos en los paisajes de almendros e higueras, de montañas salpicadas lejanas y propias, de caminos polvorientos, de olor a chimeneas,... La Alpujarra siempre te espera con los brazos abiertos; como cuando un bebé tambaleando se dirige a la seguridad de un ser fuerte y seguro que le espera al final de sus pasos. Lo inhóspito de su carretera se olvida cuando ella te acoge.
Sus tradiciones te absorben. Automáticamente formas parte de ellas. Nos ocurrió de nuevo este fin de semana, mis padres tienen un 'nuevo' horno de leña viejo, es una larga historia pero puedo resumirla en pocas palabras: tienen un cortijo en un cultivo de almendros que albergaba un horno tradicional, de los de antes, por causas que desconozco no funcionaba, no tenía bien el tiro, en palabras de mi padre, y despedía todo el humo hacia adentro de la casa, con lo cual quedó inutilizado hasta hace sólo un año que lo hizo reparar. Ahora andan como 'niños con zapatos nuevos'. Y hasta allí fuimos a pasar el sábado entre harina, sarmientos secos y ganas de oler pan recién hecho, ese olorcito a humo, harina en las manos al tocarlo, abrirlo y dejarme llevar por el vapor de su miga; son poderes de evocación automáticos, a la infancia, al hogar, a lo tradicional.
No tengo grandes imágenes, estaba tan implicada en el amasijo que no documenté el proceso como me habría gustado. Por la tarde bajo los cuartones de la puerta pasamos un buen rato, las vistas desde allí arriba son impresionantes, el aire que baja de la Sierra es fresco, es limpio, una rica merienda en su compañía y volvemos a Granada con el aura renovada todos, grandes y pequeños.